En el antiguo Japón, más allá del monte Fuji, el Daimyo Asano Nagamasa anunció al pueblo que precisaba un domador de caballos. Se presentó un hombre llamado Nobu, que se decía perito en este prestigioso oficio.
-Conozco, oh, señor- declaró Nobu, tres formas seguras por las cuales será fácil domesticar a los caballos. La primera es por las...
-Está bien, está bien- interrumpió secamente el Daimyo. Acepto tu oferta. Mañana, después de la oración, podrás iniciar tu trabajo. El Caballo más bravío de mi predilección será traído al patio. Tendrás, al final, una buena recompensa.
Momentos después, al dejar el palacio, el vanidoso Nobu pasó al lado de los siervos y uno de ellos profirió un insulto cualquiera. El violento domador no pudo contenerse y avanzó impetuoso y colérico contra el joven y lo hirió gravemente.
Preso por los guardias, el agresor fue conducido ante la presencia del señor Asano.
-¿Qué fue eso, señor?- interpeló muy serio el Daimyo-.¿Qué fue lo que sucedió?
-Señor- respondió Nobu, con voz temblorosa-. No puedo ocultar la verdad. Al salir del palacio, después de la audiencia, me crucé en la escalera con un grupo de siervos. Uno de ellos me dirigió una provocación. No pude contenerme. Avancé de golpe contra el pillo y lo castigué con extrema violencia. Todo fue obra de un irreflexivo impulso del momento, lo confieso.
Ponderó entonces el Daimyo, serenamente, con frialdad intencional:
-¿Cómo pretendes, Nobu, domesticar a un bravío caballo si no eres capaz de contener a la fiera que vive en ti? Aprende primero a dominar tus impulsos, tu carácter y tu cólera.
Y en una decisión irrevocable, concluyó:
-¡Retírate! No me interesa más tu colaboración. Edúcate primero, para que puedas luego educar.